El affaire de la institutriz

El affaire de la institutriz

21 Marzo 2014
ISBN: 978-1-937248-37-6

Titulo original: „The Governess Affair

Ella no se rendiría…

La institutriz Serena Barton había sido despedida de su puesto tres meses atrás. Como no podía encontrar otro empleo, optó por exigir compensación al hombre culpable de su despido, un duque mezquino, egoísta y canalla. Pero no era al duque al que temía, sino a su mano derecha, el hombre conocido como el Lobo de Clermont. El temible expugilista se había labrado muy mala fama solventando los asuntos sucios del duque y, aunque Serena sabía que no podría nada contra él, tenía que intentarlo, pues estaba en juego todo su futuro.

Él no podía ceder…

Hugo Marshall era ambicioso y despiadado, características ambas que le habían servido para subir de hijo de un minero del carbón a mano derecha de un duque. El día que su jefe le ordenó que se librara de la molesta institutriz por las buenas o por las malas, para él era solo un día más de trabajo. Desafortunadamente, no consiguió convencer a Serena por las buenas y, a medida que la fue conociendo, descubrió que no era capaz de hacerlo por las malas. Pero solo podría satisfacer sus ambiciones si ella se iba. Tenía que elegir entre la vida que buscaba y la mujer a la que había empezado a amar.

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Capítulo 1

Londres, octubre de 1935

Arriba la puerta de la biblioteca se cerró con tal furia que sacudió hasta el marco. Unos pasos ruidosos cruzaron la estancia y se acercaron al escritorio de Hugo. Unos puños golpearon la superficie de madera.

—¡Maldita sea, Marshall! Tienes que arreglar eso.

A pesar del dramatismo de esas palabras, Hugo Marshall no levantó la vista de sus libros, sino que esperó en silencio, escuchando el ruido de las botas sobre la alfombra. No era un criado y rehusaba ser tratado como tal.

Su paciencia se vio recompensada un momento después.

—Arréglalo, por favor —murmuró el duque de Clermont.

Hugo alzó la cabeza. Un observador no entrenado fijaría su atención en el duque de Clermont, aparentemente al mando, resplandeciente con un chaleco tan bordado en oro que casi hacía daño a la vista. Ese observador desdeñaría al apagado señor Marshall, ataviado como iba con una indumentaria cuyo espectro de colores oscilaba del marrón oscuro al marrón más oscuro.

La comparación no se detendría en el vestuario. El duque era respetablemente voluminoso sin llegar a gordo; tenía rasgos patricios afilados y aristocráticos y unos ojos azules vivaces a los que parecía que no se les escapaba nada. Un observador no entrenado, que comparara eso con la expresión anodina y el cabello color arenoso de Hugo, llegaría a la conclusión de que el duque estaba al mando.

Ese observador no entrenado sería, en opinión de Hugo, un idiota.

Hugo dejó la pluma en su sitio.

—No era consciente de que hubiera que arreglar nada —aparte del asunto de Su Excelencia la duquesa—. Es decir, nada que entre dentro de mis atribuciones.

Clermont se encrespó visiblemente, con una energía nerviosa. Se frotó la nariz de un modo que tenía muy poco de educado.

—Hay algo más. Ha surgido esta mañana —miró por ventana con el ceño fruncido.

La biblioteca de la mansión de Clermont en Londres estaba situada en el segundo piso y no tenía vistas llamativas. Por la ventana se veía solo una plaza de Mayfair. El otoño había vuelto marrones y amarillas las hojas verdes de los árboles. Algunos trozos de hierba seca y unos cuantos matorrales deslucidos rodeaban un único banco de hierro forjado, en el que se sentaba una mujer. Tenía el rostro oculto por un sombrero de ala ancha decorado con una fina cinta rosa.

Clermont apretó los puños. Hugo casi pudo oírle rechinar los dientes.

Pero la voz del duque sonó indiferente.

—Si me niego a ceder a las ridículas exigencias de la duquesa, te ocuparás de arreglarlo todo, ¿no es así? –preguntó.

Hugo lo miró con severidad.

—Ni lo sueñe, Excelencia. Sabe lo que hay en juego.

El duque cruzó los brazos con aire de desafío. Verdaderamente, no comprendía la situación; ahí estaba el problema. Era un duque y los duques no sabían lo que era economizar. De no ser por Hugo, las grandes propiedades de Clermont se habrían hundido años atrás bajo el peso de las deudas. En cualquier caso, seguían a flote por los pelos… y eso solo gracias al reciente matrimonio del duque.

—¡Pero es tan poco amena! —protestó este.

—Sí, y que le embargaran todas sus propiedades sería muy ameno. Convenza a la duquesa de que lo readmita en su vida y después de eso podrá divertirse todo lo que quiera, Excelencia.

A la firma del contrato matrimonial habían recibido dinero, pero había desaparecido pronto, se había gastado en pagar hipotecas pendientes y deudas problemáticas. El resto de la sustanciosa dote de la duquesa estaba atado en un fideicomiso creado por el padre de la chica y los fondos se irían liberando con regularidad, siempre que el duque hiciera feliz a su esposa.

Y he ahí que la duquesa había salido pitando cuatro meses atrás.

Clermont tuvo una pataleta. No había otra palabra para describirlo; hundió los hombros y dio patadas al bode de la alfombra como un niño petulante.

—¡Y yo que pensaba que mis preocupaciones financieras habían terminado! ¿Para qué te contrato si no es para…?

—Todas sus preocupaciones financieras habían terminado, Excelencia –Hugo tamborileó con los dedos en la mesa—. ¿Y cuántas veces tengo que recordarle que usted no me contrata? Si me contratara, me pagaría un sueldo.

Hugo conocía demasiado bien la situación del duque para aceptar algo tan fútil como una promesa de salario. Los salarios se podían retrasar; las apuestas, sin embargo, santificadas por el libro de apuestas de White, eran inviolables.

—Sí —se quejó el duque—. Y en relación a eso, tú dijiste que solo tenía que buscar una heredera y decir lo que fuera preciso para hacerla feliz —hizo una mueca a la alfombra—. Hice eso y mira para lo que me ha servido. Cualquier bruja regañona se cree con derecho a machacarme sin parar. ¿Cuándo terminará esto?

Hugo alzó la cabeza y miró a Clermont a los ojos. No necesitó mucho tiempo; unos segundos de mirada intensa y el duque bajó la barbilla y apartó la vista como si él fuera el empleado y Hugo su amo.

Resultaba embarazoso. Un duque debería saber asumir el mando. Pero no; Clermont estaba tan acostumbrado a que todos se inclinaran ante su título que no había aprendido a mandar por la fuerza de su carácter.

—Parece que ha habido un malentendido —Hugo chasqueó los dedos—. Yo nunca le aconsejé que “dijera” lo que fuera preciso para hacerla feliz.

—Sí lo hiciste. Me aconsejaste que…

—Le dije que “hiciera” lo que fuera preciso para hacerla feliz.

A veces Clermont era como un niño pequeño, como si nunca le hubieran enseñado la diferencia entre el bien y el mal. En ese momento arrugó la nariz.

—¿Y qué diferencia hay?

—Lo que le dijo fue la amaría eternamente. Y lo que hizo fue largarse con una cantante de ópera tres semanas después. Usted sabía que tenía que hacerla feliz. ¿En qué estaba pensando para marcharse?

—¡Le compré un brazalete cuando se quejó! ¿Cómo iba a saber yo que quería fidelidad por mi parte?

Hugo miró los papeles que había en la mesa. Hasta su difunto, y nada llorado, padre se las había arreglado para ser fiel; una fidelidad de dieciséis hijos para ser exactos. Pero aquel no era el mejor momento para recordarle al duque sus promesas matrimoniales. Suspiró.

—Reconquístela —dijo con suavidad.

Su futuro también estaba en juego. Después de todo, no era un empleado que recibía un sueldo por su duro trabajo. Funcionaba con una especie de comisión, una apuesta en el lenguaje del duque, un hombre incompetente en asuntos económicos. Si conseguía que este llegara entero al final del año, ganaría quinientas libras. Y para él no era solo dinero; aquellas quinientas libras serían el medio para crear su propio imperio.

Había trabajado tres años con esa esperanza. Cuando pensaba, brevemente, en la posibilidad de fracasar… casi podía ver la figura sombría de su padre irguiéndose sobre él. “Maldito cretino inútil. Nunca serás nadie”.

Movió la cabeza para dispersar aquellos sombríos pensamientos. No solo sería alguien, su intención era llegar a ser el hijo de un minero de carbón más rico de toda Inglaterra.

Pero Clermont no lo miraba a los ojos. Tenía el ceño fruncido y miraba por la ventana.

—No es tan sencillo.

La mujer seguía en el banco. Había girado la cabeza a un lado y Hugo pudo ver su perfil: nariz aguileña y una mancha de rosa en los labios.

—Verás —murmuró Clermont—. Había una institutriz…

Hugo alzó los ojos al cielo. Una confesión que empezaba así no podía acabar bien.

Clermont señaló con la mano.

—Sucedió en el verano, cuando yo me ocupaba de unos asuntos en Wolverton Hall.

Hugo tradujo mentalmente aquella frase. El duque se había dedicado a emborracharse con sus ineptos amigos después de que su esposa se marchara y su suegro cerrara con firmeza los cordones de la bolsa. Pero no tenía sentido esperar sinceridad por su parte. Nunca era sincero.

—En cualquier caso –Clermont señaló el banco de fuera—, esa es ella. Está esperando. Exige compensación por mi parte.

—¿Exige qué? —Hugo movió la cabeza, confuso.

El duque resopló.

—¿Hace falta que lo diga con todas las letras? Quiere algo de mí.

¿Había engendrado un hijo el duque? Debía ser eso. Hugo no alteró la voz.

—Entre lo de ocuparse de unos asuntos en Wolverton Hall y que una institutriz espere fuera de su casa exigiendo compensación, faltan muchos acontecimientos. ¿Por qué pide compensación? ¿Y quién se lo ha comunicado a usted?

—Ella me ha parado ahora, cuando regresaba de… Bien, no importa dónde he estado –dijo el duque—. Ella estaba en la calle esperando a que llegara el carruaje.

—¿Y qué es lo que quiere? –insistió Hugo.

Clermont soltó una carcajada poco convincente.

—¡Nada! No es gran cosa. En Wolverton Hall vi que se le daban muy bien los niños pequeños y le ofrecí una posición para cuidar de mi hijo.

—Su hijo todavía no nacido.

—Sí –musitó Clermont—. Exactamente. Y ella dejó su puesto en Wolverton y yo ya no tenía ningún empleo que ofrecerle porque la duquesa se había marchado. Ahora ella también está enfadada.

La historia no resultaba plausible en absoluto. Hugo dudó un momento si llamar embustero a Su Excelencia. Pero no serviría de nada, pues la experiencia le había enseñado que, cuando el duque inventaba una historia, se agarraba a ella tenazmente por muchos agujeros que tuviera.

—Dice que permanecerá ahí sentada hasta que reciba compensación –explicó Clermont—. Y creo que habla en serio. Entenderás mi dilema. Si todo sale bien, traeré de vuelta a la duquesa en unas semanas. Esto resulta muy enojoso en este momento. Mi esposa pensará…

—¿Que sedujo y deshonró a una criada? –preguntó con sequedad Hugo, que estaba dispuesto a apostar por eso.

Clermont ni siquiera se sonrojó.

—Exacto –dijo—. Como podrás ver, la mera idea es absurda. Y, por supuesto, yo no hice nada semejante, tú lo sabes, Marshall. Pero tal y como están las cosas, esa mujer tiene que irse antes de que yo vuelva.

—¿La forzó? –preguntó Hugo.

Clermont sí se sonrojó entonces.

—¡Diablos, Marshall! Soy un duque. No tengo necesidad de forzar a las mujeres –frunció el ceño—. Y además, ¿a ti qué te importa? No te llaman el Lobo de Clermont por tu conciencia.

No. Aquello era verdad. Pero Hugo tenía conciencia; simplemente procuraba olvidarlo.

Miró por la ventana.

—Tiene fácil arreglo. Haré que se la lleven los agentes de policía por vagabunda o por alterar la paz.

—Ah… no –Clermont tosió levemente.

—¿No?

—No me parece buena idea llevarla ante un tribunal. Ya sabes que allí hay reporteros esperando conseguir unas líneas para la prensa. Alguien podría hacer preguntas. Ella podría inventar historias. Y aunque yo ciertamente podría sofocar cualquier investigación legal, ¿qué pasaría si la historia llegara a oídos de Helen? Ya sabes lo susceptible que se muestra con el tema de otras mujeres.

Hugo suspiró. No podría sacarle nada útil al duque.

—Usted ha hablado con ella. ¿Qué tipo de compensación pide?

—Cincuenta libras esterlinas.

—¿Eso es todo? Podemos…

Pero Clermont negó con la cabeza.

—No quiere solo el dinero. No puedo darle lo que quiere. Tendrás que convencerla de que se vaya. Y mantener mi nombre fuera de la prensa de cotilleos, ¿de acuerdo?

Hugo apretó los labios con irritación.

—Después de todo –Clermont se dirigía ya a la puerta—, es mi futuro lo que está en juego. Cuando regrese, espero que hayas arreglado este infortunado incidente con la institutriz.

Hugo no tenía elección. Su futuro también estaba en juego, tanto como el de Clermont.

—Considérelo hecho.

El duque se limitó a asentir y salió de la habitación, y Hugo se quedó contemplando el banco de la plaza.

La institutriz seguía sentada y giraba la cabeza para observar a la gente que pasaba por la acera. No parecía a punto de montar una escena. Quizá Clermont no la había tratado muy mal y podría arreglar aquello con una conversación. Por el bien de ella, confiaba en que así fuera.

Porque si la conversación no deba resultado, tendría que convertir su vida en un infierno.

Y odiaba hacer eso.

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A la señorita Serena Barton le resultaba difícil estarse quieta; esa tarde se había levantado un viento frío que desplazaba las nubes por el cielo y privaba al día de la luz del sol. La brisa empujaba hojas otoñales por los adoquines, atravesaba la pelliza insuficiente que llevaba y ella tenía que reprimirse para no abrazarse el cuerpo, pero se esforzaba por permanecer sentada erguida con la espalda recta. No iba a morir congelada, solo iba a pasar mucho frío. Nada que no se pudiera arreglar con una taza de té caliente cuando regresara esa noche a las habitaciones de su hermana.

Miró de soslayo al grupito que se había congregado al lado de la casa del duque de Clermont. Unas cuantas sirvientas habían salido allí en el sosiego de la tarde y estaban agrupadas mirándola. Sin duda sabían que había hablado con Clermont. Ella contaba con sus habladurías. La especulación avergonzaría al duque más que la simple narración de la verdad, y su única esperanza era avergonzarlo mucho. La especulación cultivaba habladurías y estas daban pie a la censura.

Tres doncellas que llevaban delantales con volantes susurraban entre sí cuando un hombre dobló la esquina de la calle. Apenas si pareció fijarse en ellas, pero las mujeres, al verlo, se dispersaron hacia sus respectivas casas como gallinas que huyeran de un halcón que sobrevolara por encima de ellas.

No parecía un aristócrata. Llevaba un traje marrón modesto y una corbata de nudo sencillo. Su camisa no era del blanco inmaculado que exigían los ricos; los puños estaban limpios, pero con el color marfil que adquiría el blanco después de muchos lavados. Se detuvo frente a ella y alzó la cabeza para mirarla a los ojos.

Serena llevaba tres meses preguntándose dónde se había equivocado, qué habría podido hacer para evitar aquel destino. Había desandado mentalmente sus pasos un millar de veces en busca de su error.

Tres meses atrás se había mostrado débil en su primer encuentro con el duque; se había dejado avasallar solo porque él era más grande y más fuerte; y había guardado silencio únicamente porque era indecoroso gritar. Pero Serena había terminado de ser débil.

Esa mañana había mirado al duque a los ojos y no había parpadeado cuando él la había amenazado. Después de eso, podía hacer cualquier cosa.

Y aquel hombre no era un duque.

Lo miró, pues, a los ojos. “No me das miedo”, pensó. Y si la humedad de sus manos proclamaba otra cosa, él no tenía por qué saberlo.

A juzgar por la calidad de la tela de su chaqueta, él era un trabajador medio. Todo en él era medio. No era especialmente alto ni demasiado bajo. Ni muy delgado ni muy grueso. Lo máximo que Serena podía imaginar que dijeran de él es que era la personificación de lo mediocre.

Parecía inofensivo. Una idea ridícula, por supuesto. Aun así, Serena lo miró a los ojos, sonrió y asintió levemente con la cabeza en un gesto de saludo.

Él cruzó la calle hacia ella.

Destacaba tan poco como los matorrales que bordeaban la plaza. Tenía un rostro anodino, tan familiar que podría haber pertenecido a cualquiera. Le dedicó una sonrisa amistosa y modesta.

Serena no se la devolvió. Ella no era amable ni fácil y había terminado de ser blanco de otros. Le lanzó una mirada mordaz y alzó las cejas con un gesto que implicaba: “No me haga perder el tiempo”.

Un hombre tan ordinario como aquel debería haberse encogido al ver su expresión, pero ese llegó hasta el banco y se sentó a su lado sin molestarse en pedirle permiso.

—Bonito día –comentó.

Su voz era igual que su rostro: ni muy aguda ni muy profunda. Su pronunciación no contenía el deje aristocrático entrenado hasta la perfección sino un amago de un acento del norte.

—¿Lo es? –no lo era; no para ella, que llevaba allí sentada el tiempo suficiente para tener la nariz roja. Y no cuando un desconocido se sentaba a su lado e iniciaba una conversación.

Lo miró con el ceño fruncido.

Él la observaba con una sonrisita perpleja.

—Creo que no hay un buen modo de continuar.

Serena suspiró.

—Ha venido a curiosear, ¿verdad?

—Podríamos decir que sí –él se puso tenso y la miró a los ojos—. Por cierto, soy Hugo Marshall –lanzó la presentación y se reclinó en el banco como esperando una respuesta.

¿Era un hombre importante? Serena recordó a las sirvientas dispersándose al aproximarse él. Tal vez fuera un abogado, que podía ser portador de habladurías. O un mayordomo, que hacía cumplir las normas. Parecía bastante joven para ser mayordomo en Mayfair, pero fuera quien fuera, no pensaba irse.

Serena habría preferido que fuera una mujer quien iniciara las habladurías, pues le resultaba más fácil hablar con mujeres. Pero quizá aquel hombre sirviera igual.

—Señorita Serena Barton –dijo al fin—. Supongo que todo el mundo quiere saber por qué estoy aquí.

Él se encogió de hombros y le dedicó otra sonrisa afable.

—No me interesa todo el mundo –respondió—. Pero sí me gustaría satisfacer mi curiosidad personal. La historia que he oído resulta un poco confusa.

Serena no tenía intención de satisfacer nada de aquel hombre. Se avergonzaba de su silencio pasado y creía que había llegado del momento de utilizar esa arma en beneficio propio.

El duque de Clermont le había dicho que no hablara, y no lo haría.

—¿Historia? ¿Qué historia? –preguntó.

—He oído que es una antigua amante de Clermont.

Ella enarcó una ceja. El silencio podía cortar en las dos direcciones. Por ejemplo, si uno no contradecía rumores que podían causar daño. Esperaba que Clermont disfrutara mucho con su silencio.

El hombre tamborileó con los dedos en el brazo del banco y le sostuvo la mirada.

—He oído que es usted institutriz y que Clermont le prometió una posición para cuidar de su hijo aún no nacido. Se echó atrás y usted ha venido a sentarse aquí para hacer que se avergüence por no honrar su contrato.

Aquello era tan absurdo que Serena no pudo reprimir la risa.

Él suspiró.

—No –dijo—. Claro que no.

Serena pensó que, si las habladurías apuntaban a una ruptura de contrato, quizá necesitara cambiar de estrategia. Pero se limitó a alisarse la falda encima de las rodillas.

—¡Caray! –exclamó—. Siga hablando. ¿Qué más?

El hombre juntó sus manos enguantadas y bajó la vista.

—He oído que Clermont la forzó –la última palabra fue un gruñido bajo.

Serena reprimió un escalofrío. No se inmutó, ni siquiera por la sombra que pasó sobre ella al oír aquello.

—¿Usted cree todo eso? –preguntó.

—Yo no creo nada sin pruebas. Dígame lo que de verdad pasó, señorita Barton, y quizá pueda ayudarla.

Serena se lo había contado todo al duque esa mañana. Él se había reído y le había dicho que se marchara y guardara silencio. Era la segunda vez que le había exigido silencio, así que ella había prometido otorgarle un silencio acusador. Semanas y semanas de silencio sentada prácticamente en su puerta con todo el mundo haciéndose preguntas. Si las habladurías amenazaban con llegar hasta su esposa, él tendría que asumir responsabilidades.

Miró al señor Marshall. A pesar de su afabilidad sonriente, no se andaba por las ramas. Había entrado directamente en materia y le había preguntado con franqueza. Y por el modo en que la miraba, esperaba una respuesta.

En una segunda inspección, Serena decidió que no era tan ordinario como había supuesto. Se había roto la nariz en algún momento. La habían arreglado, pero no muy bien, y lucía un bulto en el medio. Y aunque no estaba gordo, era más ancho de hombros que ningún mayordomo que ella hubiera conocido.

Pero le sonreía alentador y el cosquilleo de alarma que había notado ella en las palmas de las manos casi había desaparecido. Él era inofensivo. Curioso, quizá, pero inofensivo.

—Lo siento, señor Marshall, pero no lo diré.

—¿Oh? –él parecía algo sorprendido—. ¿A mí tampoco?

—No me atrevo –ella sonrió—. Le pido disculpas por despertar su curiosidad, pero me es imposible satisfacerla. Buenos días.

Él se quitó el sombrero y se frotó el pelo castaño.

—¿Hay alguna necesidad para ese secreto? Me reuniré con usted en plena noche, si es necesario, con tal de resolver este asunto. Tenía la esperanza de que esto fuera a ser sencillo.

A ella se le congeló la sonrisa en el rostro.

—No –se oyó decir con claridad—. Estos días solo me reúno a la luz del sol. No es mi intención pasarme de cautelosa, pero si aireara públicamente mis reclamaciones, es posible que pudiera ser acusada de difamación de carácter. Debo ser cuidadosa –esa era la nota apropiada para las habladurías, implicar que tenía la capacidad de mancillar el nombre del duque sin mencionar nada específico.

Pero él no especuló. Se reclinó en el banco y el respaldo de hierro crujió.

—¿Cree que Clermont la haría detener por hablar conmigo?

—Oh, seguramente él no. Pero su hombre… ¿quién sabe lo que puede hacer para proteger el secreto del duque?

—Su hombre –repitió el señor Marshall. Dejó su sombrero en el banco a su lado—. No quiere hablar conmigo porque teme al hombre de Clermont.

—Seguro que ha oído hablar de él. Lo llaman el Lobo de Clermont.

—¿Lo… qué? –él se apartó un poco.

—El Lobo de Clermont –repitió ella—. El duque lo contrata para que haga cosas que un hombre corriente, atado por una conciencia, no haría.

El señor Marshall la miró un momento. Luego, muy lentamente, tomó su sombrero y le dio vueltas en las manos.

—¡Ah! –dijo—. El Lobo de Clermont. ¿Está familiarizada con el sujeto?

—¡Oh, sí!

Él hizo un gesto de incredulidad.

—Solo por los periódicos de cotilleos –explicó ella—. Nunca lo he visto, claro. Pero tiene muy mala reputación. Fue pugilista antes de pasar a ocuparse de los asuntos del duque y, por lo que he oído, maneja los problemas de Su Excelencia con todo el aplomo que se podría esperar de un hombre que se ganaba la vida como un profesional del boxeo. Dicen que es implacable. Yo me lo imagino como un hombre grande y robusto, con unos hombros enormes y sin cuello.

—Con hombros enormes –repitió el señor Marshall con suavidad—. Sin cuello —su mano se alzó, como de motu propio, hasta tocar la corbata—. Fascinante.

—Pero si trabaja usted por aquí, seguramente lo habrá visto. ¿He acertado?

Él le dedicó otra de sus sonrisas amistosas.

—Sí –musitó—. Lo ha descrito muy bien. Si yo fuera usted, no querría verme frente a él. Me lo pensaría mucho. Y puesto que no piensa hablar… —se puso el sombrero—, le deseo un buen día, señorita Barton. Y mucha suerte.

—Gracias.

—No me dé las gracias –repuso él—. Si se enfrenta usted al Lobo de Clermont, la suerte no le servirá de nada. Solo volverá su caza más interesante.

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